Hace apenas unos meses
murió el arquitecto Teodoro González y es difícil no recordarlo cuando la
Ciudad de México está llena, afortunadamente, de su trabajo. Y no es que esté
“llena” porque diseñó edificios a montón, sino porque hizo trabajos
importantes, trascendentes.
Sería difícil decir que
tengo uno favorito en particular, pero hace poco me reencontré con el Museo
Tamayo de Arte Contemporáneo. Éste, a mi parecer, resalta particularmente por
encontrarse rodeado de árboles, al caminar hacia dentro de Reforma. Es como ver
un oasis dentro de otro.
Este recinto, como las
buenas cosas, se tomó su tiempo, el diseño empezó en 1972 y no fue sino hasta
nueve años más tarde que se puso la primera piedra. Aunque la construcción duró
solo un par de años. Ese mismo año ganaron Teodoro y Abraham Zadludovsky el
Premio Nacional de Ciencias y Artes en la categoría de Bellas Artes.
Y no es para menos. El
edificio se erigió hace más de treinta años y no ha envejecido ni un momento.
Hace referencia a la arquitectura prehispánica por su base semejante a un
basamento, pero tiene la atemporalidad de una obra que fue diseñada para
perdurar. Es como si el museo y el bosque siempre hubiesen pertenecido el uno
al otro.
Y esto es sólo el exterior
del Tamayo. Dentro se combina la iluminación artificial y natural para dar
calidez al visitante. Como si estuviese abierta la ventana de una gran casa.
Los materiales empleados para levantar tal obra de arte fueron utilizados
grandes pedazos de mármol blanco, madera y vidrio para algunas partes.
No hay legado tal como
éste: un edificio que no solo se va a mantener en pie, sino que mientras se
sigan exponiendo a otros artistas ahí dentro, Teodoro siempre va a vivir.
