Son impresionantes los edificios que tienen más vida que cualquier persona que pueda visitarle. Por ejemplo, el Museo de la Ciudad de México. La historia de este edificio se remonta al siglo XVI cuando se le otorgó a uno de los generales cercanos a Hernán Cortés, en la repartición que se hizo de las propiedades cercanas al Templo Mayor.
Después, luego de una serie de alianzas familiares y emparentamientos, Fernando Altamirano se convirtió en el dueño del edificio en 1616. Más de cien años después, en 1777 se le empezaron a hacer modificaciones a la fachada como uno de los de los muchos trabajos de remodelación que ha tenido.
En aquella ocasión, se recubrieron algunas partes del exterior con tezontle y a las ventanas se le pusieron apliques de piedra de cantera, que era una tendencia en el siglo XVIII. El responsable de estos trabajos de remodelación fue Antonio Guerrero y Torres. Al iniciar el siglo XIX, lo herederos del edificio decidieron rentar cuartos. Y así, poco a poco, perdió la nobleza que lo caracterizaba para convertirse casi en una vecindad.
Por fortuna, para que se dejara de depreciar el edificio en el sentido histórico, en 1931 se le declaró como patrimonio nacional. Aunque eso era solamente un título que no parecía valer, pues no se le dio un uso específico sino hasta 29 años después, cuando se decide establecer hoy el Museo de la Ciudad de México.
Ahora acoge las obras plásticas de muchos artistas que aportan su propia visión de la ciudad, pero por sí solo se mantiene como uno de los grandes vigilantes del Centro Histórico. Es como un embajador de la historia, acercarse a él, asemeja a que el abuelo te cuente algunas historias de tiempos mejores.
Abraham Cababie Daniel.